martes, 19 de octubre de 2010

Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura

Un intelectual comprometido
De izquierda a derecha: Gabriel García Márquez, Jorge Edwards, Mario Vargas Llosa, José Donoso y Muñoz Suaz, en casa de Carmen Balcells, en Barcelona (1974).

Cuando en 1959, con 23 años, llegó desde Lima a Madrid con los cuentos de Los jefes en la cartera y una beca para hacer el doctorado en la Universidad Complutense, Vargas Llosa se convirtió en un ciudadano del mundo que hoy tiene casa en las capitales peruana y española después de vivir en Barcelona, París y Londres. La lista de sus intereses es, además, tan extensa como el kilometraje que registra su pasaporte. Nadie más alejado de la tópica torre de marfil que el nuevo premio Nobel. Así, si su devoción por Thomas Mann le llevó a estudiar alemán en Berlín, su pasión por el fútbol no le ha hecho olvidar el orgullo que sintió el día que, siendo un niño, saltó a la cancha del Estadio Nacional para vestir la camiseta del Universitario contra el eterno rival, el Alianza Lima.
En un bar de la calle Menéndez y Pelayo de Madrid cercana a su pensión, El Jute, el entonces estudiante peruano pasó las tardes escribiendo La ciudad y los perros, la novela que se convirtió en un hito del boom latinoamericano y que inició un camino que en diciembre tendrá parada en Estocolmo. Medio siglo después, aquel muchacho inquieto es un intelectual que no ha perdido un ápice de su inquietud. Lo mismo acude los jueves a las reuniones de la Real Academia Española que visita el Museo del Prado, polemiza con los defensores de los populismos latinoamericanos o subraya el descubrimiento de un nuevo libro -de Irene Nemirovsky, Javier Cercas o Héctor Abad- desde las páginas de este periódico.
Si Vargas Llosa hubiera decidido ocuparse en exclusiva de cultivar su propia obra nadie se lo hubiera reprochado. En los últimos tres años, sin embargo, alternó la escritura de El sueño del celta con la lectura minuciosa de la narrativa completa de Juan Carlos Onetti. De allí saldría un ensayo dedicado al autor uruguayo, El viaje a la ficción. Esa misma generosidad la había demostrado ya, 40 años atrás, al escribir Historia de un deicidio, uno de los libros de referencia sobre Gabriel García Márquez. Pese al enigmático episodio que rompió la amistad de ambos escritores, Vargas Llosa incluyó ese título en sus obras completas, todavía en curso de publicación por el Círculo de Lectores.
Que este mismo año, siendo un abuelo de 74 años, se estrenara como autor de literatura infantil -con Fonchito y la luna (Alfaguara)- indica la capacidad de asombro y de trabajo de un hombre capaz de, con esos mismos 74 años, viajar al Congo para documentarse para su nueva novela y, de paso, como un reportero más, denunciar la resaca del colonialismo en África.
Era tal la devoción por Sartre del Vargas Llosa joven que sus amigos bromeaban con él llamándolo "el sastrecillo valiente". Años después, y lejos ya del pensador francés (que rechazó, por cierto, el Nobel), el escritor hispanoperuano sigue siendo un intelectual comprometido. En el sentido más estricto de la palabra comprometido. Liberal hasta el punto de ser tildado, con brocha gorda, de conservador, Vargas Llosa tenía, cada vez que se manifestaba públicamente, mucho que perder, empezando por el Premio Nobel.

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